El Diablo Sobre Teclas

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miércoles, julio 12, 2006

Divulgar con la emoción

Mucho se ha escrito en este país sobre cómo se ha de divulgar la Ciencia. Me atrevería a decir que se han producido más páginas en España de esta curiosa metadisciplina que de divulgación científica real. Asociaciones de representantes de museos científicos organizan congresos multitudinarios, crean auténticas colecciones de libros de actas, presentan conferencias, cuelgan pósters, redactan manifiestos... Y se olvidan de escribir verdadera y pura divulgación.

Y yo opino que la divulgación científica tiene poco que ver con lo que se cuenta en todos esos libros de actas. Para mí, la divulgación se escapa a las normas de la ciencia, al método científico y a los estrechos cinturones que impone la racionalidad y la racionalización, para englobarse en el territorio mucho más libre de la literatura. Para que la divulgación cumpla su misión, debe llegar al corazón del lector. Y la única manera de lograrlo es a través de la emoción.

El lector de divulgación debe sentir ese vuelco en su interior, debe estremecerse con la lectura de unos buenos párrafos hasta que sus lágrimas pugnen por salir al exterior, o incluso rompa a llorar abiertamente. Si un lector no es capaz de sentir emoción con un libro de divulgación, no volverá a coger ningún otro. Porque las personas en sus ratos libres buscan algo que les sirva para escapar de la rutina del Mundo. Y no les sirve una lectura que intenta explicarles, precisamente, como funciona este Mundo, a no ser que la explicación en sí posea la suficiente validez literaria como para emocionarles. No buscamos leer en nuestro tiempo libre manuales de funcionamiento de la lavadora o del coche. Buscamos la poesía. Buscamos navegar por los mundos imaginados de nuestro intelecto, de la mano de un buen guía aborigen, que sea capaz de mostrarnos las maravillas que allí se encuentran.

Sólo escribiendo cosas que logren emocionar seremos capaces de inclinar la balanza a favor de la ciencia. ¡Cuánto más valor puede tener leer algún pasaje de Cosmos de Carl Sagan que cualquier panfleto sobre ovnis, astronautas fantasmas, o caras que aparecen en el cemento! ¡Cuánta más emoción nos puede producir leer las palabras de Stephen J. Gould sobre las falsas ideas genéticas de los Nazis (El Tajo Más Cruelísimo De Todos) que leer cualquiera de los libros sobre horóscopos que se publican cada comienzo de año! No hay nada en los libros de J.J. Benitez ni remotamente comparable al estremecimiento que uno siente cuando lee a Eduardo Battaner contar la historia de la máquina que construyó el astrónomo andalusí Azarquiel en Toledo, a orillas del Tajo (Planetas).

La divulgación es creación. La divulgación es literatura. La buena divulgación es incluso poesía. Da igual lo que nos cuenten los teóricos de la comunicación científica. Divulgar es emocionar. Punto.

* * *

El ejemplo de Carl Sagan, para contarnos la historia de la caída de la Biblioteca de Alejandría (Cosmos):


El último científico que trabajó en la Biblioteca fue una matemática, astrónoma, física y jefe de la escuela neoplatónica de filosofía: un extraordinario conjunto de logros para cualquier individuo de cualquier época. Su nombre era Hipatia. Nació en el año 370 en Alejandría. Hipatia, en una época en la que las mujeres disponían de pocas opciones y eran tratadas como objetos en propiedad, se movió libremente y sin afectación por los dominios tradicionalmente masculinos. Todas las historias dicen que era una gran belleza. Tuvo muchos pretendientes pero rechazó todas las proposiciones matrimoniales. La Alejandría de la época de Hipatia —bajo dominio romano desde hacía ya tiempo— era una ciudad que sufría graves tensiones. La esclavitud había agotado la vitalidad de la civilización clásica. La creciente Iglesia cristiana estaba consolidando su poder e intentando extirpar la influencia y la cultura paganas. Hipatia estaba sobre el epicentro de estas poderosas fuerzas sociales. Cirilo, el arzobispo de Alejandría, la despreciaba por la estrecha amistad que ella mantenía con el gobernador romano y porque era un símbolo de cultura y de ciencia, que la primitiva Iglesia identificaba en gran parte con el paganismo. A pesar del grave riesgo personal que ello suponía, continuó enseñando y publicando, hasta que en el año 415, cuando iba a trabajar, cayó en manos de una turba fanática de feligreses de Cirilo. La arrancaron del carruaje, rompieron sus vestidos y, armados con conchas marinas, la desollaron arrancándole la carne de los huesos. Sus restos fueron quemados, sus obras destruidas, su nombre olvidado. Cirilo fue proclamado santo.

La gloria de la Biblioteca de Alejandría es un recuerdo lejano. Sus últimos restos fueron destruidos poco después de la muerte de Hipatia. Era como si toda la civilización hubiese sufrido una operación cerebral infligida por propia mano, de modo que quedaron extinguidos irrevocablemente la mayoría de sus memorias, descubrimientos, ideas y pasiones. La pérdida fue incalculable. En algunos casos sólo conocemos los atormentadores títulos de las obras que quedaron destruidas. En la mayoría de los casos no conocemos ni los títulos ni los autores. Sabemos que de las 123 obras teatrales de Sófocles existentes en la Biblioteca sólo sobrevivieron siete. Una de las siete es Edipo rey. Cifras similares son válidas para las obras de Esquilo y de Eurípides. Es un poco como si las únicas obras supervivientes de un hombre llamado William Shakespeare fueran Coriolano y Un cuento de invierno, pero supiéramos que había escrito algunas obras más, desconocidas por nosotros pero al parecer apreciadas en su época, obras tituladas Hamlet, Macbeth, Julio César, El rey Lear, Romeo y Julieta.