Los ginkgos
Los ginkgos son unos seres fascinantes. Si existe un organismo que pueda representar la perseverancia y la trascendencia, ese es, sin duda alguna, el ginkgo. Cada ginkgo pierde todas y cada una de sus singulares hojas abanicadas cuando entra el otoño, y cada primavera vuelve a recuperarlas con más fuerza que nunca, y así lleva sucediendo desde el período Pérmico, hace 280 millones de años. Porque los ginkgos son los árboles más antiguos que se conocen, más antiguos que las coníferas, más antiguos que las cícadas mesozoicas. Aparecieron incluso antes de que se diversificaran los dinosaurios, y aún siguen viviendo. Aún siguen brotando las hojas en cada una de las ochenta y seis plantas que adornan la acera que bordea su avenida.
Hoy, como tantas veces, me he acercado hasta su puerta y una vez más, como tantas otras veces, en el último momento no me he atrevido a llamarla. Así que me he puesto a pasear, como cada día que vengo, por la avenida de los ginkgos, hasta llegar al parque por donde ella suele sacar a pasear a su perra. Me he sentado en el mismo banco de siempre, por si ocurría alguna coincidencia cósmica y ella aparecía por allí. No ha ocurrido. Nunca ha ocurrido. Yo me siento siempre en ese mismo banco, para ponerle las cosas fáciles, por si acaso ella me encuentra alguna vez allí y prefiere evitarme la próxima vez.
Pero no la he visto, ni ella me ha visto a mí. Aunque supongo que hoy habrá salido a pasear con Maga por el parque, como imagino que hace cada día. Maga es su perra. Se llama como la protagonista de Rayuela, aquella de la que se enamora perdidamente el narrador. Yo sé que ese narrador es Julio Cortázar, aunque lleve otro nombre en la novela, y siempre he querido creer que la Maga existió en realidad, y que Cortázar jugaba a encontrarse con ella por las calles de París, del mismo modo que yo ahora intento jugar a encontrarme con ella bajo los ginkgos de su avenida. Pero yo tengo mucha peor suerte. O será que esto no es una novela.
Maga es una schnauzer mediana de color blanco inmaculado, aunque eso da lo mismo. Siempre he pensado que las razas de los perros no importaban, porque todos no son otra cosa que lobos, Canis lupus familiaris; familiaris, eso sí, pero lupus al fin y al cabo. Si un lobo salvaje se encontrara con Maga, bajo los ginkgos de la avenida, el resultado serían más Canis lupus familiaris. No cabe duda de que serían preciosos y muy blancos. Cruzamiento con descendencia fértil: misma especie. Todos los conceptos de especie, por muy rebuscados que sean o quieran hacerlos los biólogos evolutivos, estarían de acuerdo. Así que la raza de Maga no importa.
Una vez me atreví a llamarla. Me armé de valor y, desde enfrente de la puerta de su casa, la llamé y le pedí que bajara a charlar un rato, mientras tomábamos un café. Aunque era invierno, y los ginkgos estaban desnudos, tomamos el café en la terraza del bar del parque, porque no dejaron entrar a Maga al interior. El frío no importaba. Y yo, que me moría de ganas de transmitirle mi angustia cósmica, de decirle lo solitaria e intrascendente que me parecía la vida sin ella. Pero sus ojos me enmudecían, y su sola presencia me impedía componer otras frases que no fueran insignificantes quejas sobre la crudeza del invierno, o lo triste que se veía la avenida sin el verdor intenso de las hojas de los ginkgos. Y su expresión entonces era de tristeza o de ausencia, como si estuviera recordando alguna escena infeliz de un pasado atormentado o, peor aún, como si estuviera siendo presa de una gran decepción. Y yo no pude hablar más.
Volvimos a su casa. Y la vi desaparecer tras las puertas de cristal. Y desde entonces, nunca más me volví a atrever a pedirle que bajara. Y siempre que voy allí, me dedico a pasear arriba y abajo por la avenida, y miro las hojas de los ginkgos brotar, marchitarse y desaparecer, brotar, marchitarse y desaparecer. Y me siento en el mismo banco, para que si me descubre pueda evitarme y no tenga que soportar mi charla insignificante y cobarde. Y vuelvo a casa cuando se hace de noche, sin haberla visto ni a ella ni a Maga. Y entonces, en la oscuridad, los ginkgos resultan amenazadores y poderosos, orgullosos y crueles, mostrando sin pudor su éxito evolutivo, que sí ha logrado vencer al paso del tiempo.
7 Comments:
Vaya... Entro después de semanas de sequía y veo que ha llovido sobre las teclas. ¡Qué bien!
¡Hola! Bienvenida de nuevo. Un gusto tenerte por aquí, como siempre...
Sí, algo sí que ha llovido, aunque los embalses siguen por debajo del 50%, como otros que yo me sé...
¡Hasta pronto!
Por cierto, que ya tardabas en venir... Te he echado de menos! :-)
Chico, deberías llamarla, ya sé que resulta difícil pero si ya accedió a tomar un café contigo una vez, por que no va a aceptar otro.
Las primeras impresiones no suelen ser nada comparadas con las segundas, esas sí que suelen ser definitivas.
Pero Anónimo... ¿no ves que esta historia no puede acabar bien?
Sigo pensando que deberías arriesgarte más. ¿Qué es lo peor que te puede pasar?
Bueno, lo peor que podría pasar es que tuviérais que soportar la segunda parte de este relato...
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