El Diablo Sobre Teclas

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jueves, abril 19, 2007

Maya

Incluso ahora, mi voluntad lucha contra el recuerdo, y se resiste a renunciar a aquellas caminatas por el Barrio Gótico. Y vuelvo siempre que puedo a batir los erosionados pavimentos, doblando cada esquina oscura con renovada ilusión por la oculta esperanza de encontrarme de nuevo con ella y que, esa vez, sea para siempre.

Porque fue allí, en aquellos callejones desvencijados, donde la vi por primera vez, en una tarde sombría de primavera como la de hoy. El mal tiempo no me había condenado a quedarme en casa, al contrario, me invitaba a disfrutar como tantas veces solía hacer (alguna ventaja teníamos que tener las personalidades melancólicas). Pero una lluvia demasiado intensa me había sorprendido entre las callejuelas y me obligó a buscar refugio bajo aquel soportal. Después de las últimas zancadas que me dirigieron hasta mi temporal escondite, levanté la mirada y encontré su rostro entre las sombras. Di entonces gracias al cielo por el imprevisible regalo del diluvio que me había traído hasta ella.

No fue en aquel momento, sin embargo, cuando empezó todo. Mi desmesurada timidez no me permitió entablar con ella más conversación que las obviedades impuestas por las circunstancias. De modo que me vi bajo aquel soportal, a solas con la criatura más encantadora de la Tierra, quejándome del aguacero y declarando teatralmente mi deseo de que la lluvia dejara pronto paso al buen tiempo. Ella fue contestando cortésmente a cada una de mis triviales tentativas, y tras unos minutos que fueron a la vez cortísimos e interminables, el temporal amainó lo suficiente como para que ambos continuáramos nuestros caminos separados. No por mucho tiempo.

Sin duda, el hecho de que estuviéramos solos en la sala facilitó las cosas. En la Academia programaban una exposición de no sé qué pintor danés y en una tarde como aquella no esperaba encontrarme con mucha gente. Pero lo que menos podía yo soñar era verla aparecer bajo el arco neogótico de la entrada, justo en el momento en que comenzaba a aburrirme de contemplar los irreales juegos de colores que mostraban impúdicamente los lienzos. En menos de un minuto, superé mi timidez, animado por la posibilidad de que ella pudiera compartir conmigo algo más que el deseo de no mojarnos bajo la lluvia. Y pasamos la siguiente media hora comentando los automatismos psíquicos del expresionismo y coincidiendo en nuestras opiniones sobre el malgasto de recursos artísticos a lo largo del siglo XX.

Luego me arriesgué a invitarla a un café, y después a una cena. Me confesó su nombre, que era Maya. Y un sentimiento extraño me hizo pensar que no podía ser de otra forma, que aquel nombre rimaba con sus ojos como si éstos hubieran sido ideados para ilustrarlo, como si alguien hubiese pedido al danés que dibujara el nombre de Maya, y éste hubiera plasmado sobre el lienzo aquel mismísimo dulce rostro que yo estaba contemplando.

Desde aquella tarde Maya y yo fuimos prácticamente inseparables. Ella llenaba mi existencia por completo. Paseaba con Maya, comía con Maya, cenaba con Maya, dormía con Maya. Disfruté de su siempre sorprendente compañía durante los fines de semana en algún pueblecito de la Costa Brava. Viajamos juntos al País de los Cátaros. Visitamos parques naturales, nos asombramos del esplendor estival de los bosques araneses, nos sumergimos juntos en las cristalinas aguas del Mediterráneo durante todo un verano de increíble y absoluta felicidad.

Llegó el otoño y, de repente, no hubo más Maya.

Pasé días enteros desesperado en la puerta de su edificio, apretando una vez tras otra su portero automático. Nadie respondía a mis insistentes llamadas. Los vecinos de la puerta de al lado, tras amenazarme con llamar a la policía, me aseguraron que no habían visto a nadie viviendo en aquella casa desde antes del verano. Intenté marcar su número de teléfono un millón de veces. Una voz metálica siempre me aseguraba que aquel número no existía.

Lo peor vendría después. Pregunté en los sitios donde solíamos tomar café. Una y otra vez me dijeron que no se acordaban de verme acompañado de ninguna chica. El maitre de nuestro restaurante favorito se excusó por no recordar a mi acompañante, pero se alegraba por mí , porque así ya no tendría que volver a cenar tantas veces solo.

Mis amigos, los pocos verdaderos amigos que me quedaban, se sorprendieron de que volviera a llamarles después de todo un verano. Sinceramente, se habían preocupado por mí al ver cómo me volvía cada vez más eremita, y se alegraron de que volviera a ser el mismo de siempre. Habían comentado entre ellos mi situación, y todos coincidían en que tantos viajes en soledad, tantas tardes solitarias en playas desiertas, tantos paseos por los bosques sin hablar con nadie, no podían ser buenos. Aunque no se habían extrañado, dada mi reconocida vocación de solitario ocasional. Ninguno de ellos había visto jamás a Maya.

Han pasado ya muchos años desde aquellos días en que conocí la más absoluta felicidad, y aún sigo paseando mi soledad por las callejuelas del Barrio Gótico. Hoy escribo esta historia porque ayer por la tarde los recuerdos que no han dejado de acompañarme se hicieron más intensos que nunca. El Centro de Cultura Contemporánea conmemoraba el cincuentenario de la muerte de aquel pintor danés. Con la vana esperanza de volver a verla, me dirigí a la inauguración de la exposición. Y volví a verla.

Sí. Allí estaba de nuevo, con su dulce mirada, con su rostro angelical, con sus cabellos morenos perfectamente peinados y su sensual boca. Allí estaba, sí, estampada en el lienzo resaltando sobre un fondo de color irreal. Cuando pude recobrar la cordura, miré apresuradamente en el catálogo: “32. Maya, Goddess of Delusion (1952)”.



5 Comments:

Blogger TiTo A. said...

¡Enhorabuena! Has regresado, y con literatura. Es una alegría tenerte de nuevo entre los vivos, querido Diablo.

19/4/07 12:51 p. m.  
Blogger El Diablo said...

Muchas gracias! Sigo vivo, igual de ocupado que antes, pero aún así anoche encontré algo de tiempo para dejar hacer a la Musa...

Un abrazo fuerte transoceánico!

19/4/07 8:17 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

bonita historia...

23/4/07 5:17 p. m.  
Blogger El Diablo said...

... y triste, ¿no?
Me alegro de que te guste.

28/4/07 1:15 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

A veces lo más hermoso es irremediablemente triste. Hay gente que no está hecha para ser feliz... y es mejor que así sea. Pero, por fortuna o por marlboro, ¡tú no eres de esa clase! Felicidades por tu blog

29/4/07 10:40 p. m.  

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