El último de los hombres
Jorge Luis Borges, El Otro.
Sus ancianos le habían dicho (y a ellos se lo habían contado los ancianos de sus ancianos) que no siempre había sido así. Que hubo una época en la que el hombre dominaba sobre todo el mundo conocido. Que las personas se contaban por miles de miles, y que eran capaces de construir todas las herramientas necesarias para dominar sobre la naturaleza y no tener miedo ni a la noche ni al frío. Y que esta época dorada había durado mucho, mucho tiempo. Tanto que hacía mucho que se había perdido la cuenta de las estaciones.
Y en todo ese tiempo, los hombres habían pasado también por épocas de calamidades, pero siempre se habían repuesto. A veces, habían ocurrido largos períodos de intenso frío, que habían obligado a los hombres a buscar lugares más cálidos, otras veces, épocas de calor insoportable, que los habían hecho desplazarse al norte. Pero siempre el hombre se había recuperado y la cultura del hombre había sobrevivido. Y los mayores habían enseñado a los pequeños. Y los ancianos habían transmitido la sabiduría y las tradiciones de sus ancianos, generación tras generación, siglo tras siglo, milenio tras milenio.
Pero entonces llegó el día en el que aparecieron los demonios. Cientos de ellos. Miles de ellos. Hordas de demonios procedentes del Sur, con sus cuerpos repulsivamente delgados, sus pieles oscuras y sus cabezas horriblemente deformadas, con sus caras planas y sus cráneos grotescamente alargados en vertical. La piel de los demonios era repugnante, de un oscuro tono que no se parecía a nada que los hombres hubieran visto, y completamente desprovista de los suaves pelos de los hombres. Sus extremidades eran desproporcionadamente largas y flacas. Los demonios trajeron también su infernal tecnología. Unas armas nunca soñadas por los hombres, que les permitían abatir desde una distancia inimaginable a cualquier animal o a cualquier hombre cuya muerte desearan. Se adornaban con extraños ropajes, llenos de pesados abalorios, cosidos al tejido, y obedecían ciegamente a sus despiadados jefes, que siempre eran los más extrañamente adornados de los demonios, con tocados hechos de cabezas de animales muertos, y cuyos gritos inhumanos podían escucharse en la distancia.
Con la llegada de los demonios comenzó la tragedia de los hombres. Laast, por supuesto, no podía recordarlo, porque todo había comenzado hacia miles de primaveras, y el único mundo que él había conocido era el actual. En su vida siempre habían estado presentes los demonios. Pero cuando él era pequeño, recordaba aún los tiempos en los que su familia cada día se encontraba con otros grupos familiares de hombres y mujeres, que recorrían las praderas, en busca de caza. Y recuerda como sus ancianos le contaban que había que dejar ir a las mujeres que se enamoraban de los hombres de las demás familias, porque algún día una mujer de otro grupo se enamoraría de él, cambiaría su familia por la de Laast, y sería su pareja para siempre. Eran tiempos felices. Tiempos de ilusión. Tiempos de buena caza. A pesar del peligro siempre acechante de los demonios. Pero no había tantos demonios cuando Laast era joven, o al menos así le había parecido a él.
Un día, su familia se encontró con un grupo de demonios. Cuando Laast contempló por primera vez a uno de ellos, no le pareció tan terrible como le habían contado sus mayores. Los demonios no eran tan diferentes de los humanos. Deformes, eso sí. Agresivos, también. Pero estos demonios no hicieron mucho daño a su grupo. Se limitaron a llevarse a algunas de sus mujeres, sobre todo a las más jóvenes. Los hombres nada pudieron hacer por impedirlo, ya que los demonios les superaban en número y en armas. Así que lo mejor era acceder a lo que pidieran los demonios.
Contaban cosas atroces de lo que hacían los demonios a las mujeres. Se decía que si un demonio dejaba encinta a una mujer, fecundándola con su infernal semilla, la deforme cabeza del feto no podría jamás salir al exterior por la inclinada pelvis de las mujeres, de modo que ninguno de estos diabólicos engendros híbridos jamás podría llegar a nacer vivo, y la mujer moría infaliblemente en el parto, entre agónicos gritos de insoportable dolor.
Y los demonios no cesaban de robar a las mujeres de los hombres, tal era su crueldad y su lascivia. Cada vez hubo menos mujeres jóvenes en los grupos que se iba encontrando la familia de Laast. Así mismo, cada vez había menos grupos con los que encontrarse. Los encuentros con otras familias de hombres pasaron de diarios a semanales, de semanales a mensuales, de mensuales a esporádicos.
Cuando Laast tuvo edad de enamorarse de una mujer, no había ninguna mujer de la que enamorarse.
Poco a poco, la familia de Laast se fue reduciendo. Los ancianos fueron cayendo. Sus hermanos y primos fueron víctimas del frío, del hambre o de los animales. Un día, un gran oso atacó a su madre. Su padre había acudido al escuchar los gritos y, desesperado, se había abalanzado contra el oso, armado sólo con su hacha de piedra. Laast llegó algo más tarde. El oso se había ido. Enterró los restos de sus dos padres juntos, a la entrada de una cueva, con la cabeza dirigida hacia el exterior, hacia el sol, totalmente desnudos, como le habían contado sus ancianos que había que enterrar a los muertos. Procedemos de la naturaleza, y a la naturaleza hemos de volver. Laast se quedó completamente sólo.
Habían pasado meses y Laast no había encontrado rastro de ningún otro grupo de hombres. Por las noches sólo había podido ver las hogueras que hacían los demonios en los valles. Sólo había podido escuchar sus gritos. Laast había recorrido las sierras y los bosques, las montañas y los valles. Incluso había llegado hasta el mar. Convertido en un solitario, cansado, deprimido, se calentaba con el fuego que encendía cada noche y esperaba el día en que llegara la hora en que el último de los hombres desapareciera de la faz del mundo. Un mundo que sería heredado por demonios.

Epílogo:
En 1997, en la caverna georgiana de Ortvale Klde, en el Caúcaso, se encontró un esqueleto datado en 29.000 años, un adulto joven de neandertal. El cuerpo, a diferencia de la mayoría de otros restos neandertales, no presentaba signos de haber sido enterrado por sus congéneres, suponiéndose que había quedado recostado, sin más, sobre la roca viva. Se trata del resto de neandertal más reciente que se conoce. Se supone que los últimos neandertales sobrevivieron aislados en las zonas periféricas de su área inicial de distribución, que comprendía toda Europa y parte de Oriente Medio y Asia Occidental. Habían sido los únicos habitantes de Europa durante más de 200.000 años. Hace 40.000 años, los hombres modernos, o de cromañón, entraron en Europa y tardaron algo más de 10.000 años en producir la extinción de sus antiguos habitantes.