Se escucha un casi imperceptible lloriqueo que procede de un atadijo de trapos rosados, situado en pleno centro del umbral de la casa de los Borges. La señora Borges abre la puerta.
- ¡Dios mío! ¡Juan, ven ahora mismo! ¡Hay un bebé en el portal!
- ¿Pero qué dices?... ¡Dios, es verdad! Hay que llamar ahora mismo a la policía.
- Espera... no tan rápido. Tengo una idea mejor... ¿no crees que esto es una bendición del Cielo?...
No crean que fue difícil para el Doctor Juan Borges, director del servicio de nacimientos del Hospital Materno-Infantil, registrar a la joven Silvina Borges como su hija. Al fin y al cabo, más por desgana que por vergüenza, habían logrado mantener oculto entre sus amistades el hecho de que no podían tener hijos, a pesar de haberlo deseado más que nada en el mundo. Sin duda, Juan consideraba esta limitación una cruel ironía del destino. Él, que diariamente colaboraba en la alegría de decenas de parejas. Su esposa, al contrario, había llegado a pensar que era el destino de una cruel ironía. Ella, que se había casado con el hombre más interesado en los niños que había en Granada. Pero ahora todo había cambiado, porque allí había aparecido Silvina para romper la paradoja, y ya nada sería lo mismo.
II
Madrid, 17 de abril de 2019- ¿Cómo se lo explicaría yo? Es algo... desconcertante.
- Adelante, doctor, soy estudiante de biología molecular. Creo que podré entender lo que tenga que decirme.
La joven Silvina había crecido. Había tenido una infancia todo lo feliz que una niña podría haber deseado, unos padres volcados en su felicidad y un interés colmado por todo lo relacionado con las ciencias de la naturaleza. Había orientado su pasión hacia el conocimiento y había tenido a su disposición la bien nutrida biblioteca de sus padres, para responder a cualquier duda que se le hubiera planteado, desde la historia de la colonización espacial, hasta los libros de Aristóteles o Plinio. Sin duda, su consciencia le repetía continuamente, había sido feliz.
Pero ahora estaba sentada delante de la mesa de un médico, un genetista nada menos. Todo había partido de ciertos análisis que ella misma se había hecho en la clase de prácticas de biología. Desoyendo el consejo de su profesora, había obtenido su propio cariotipo, en lugar de realizar la práctica a partir de la sangre que sus profesores habían ofrecido a toda la clase. Tras obtener un resultado tan inesperado como alarmante, decidió ponerse en manos de los expertos, para que le aconsejaran.
- Hablaré entonces francamente, -continuó el genetista, con palpable afectación en su voz- creemos que usted tiene sólo 18 pares de cromosomas, en lugar de los 23 normales. Sí, ya sabemos que esto es... ¡imposible!, pero hemos repetido los análisis cinco veces. Es un resultado concluyente.
- Supongo que quiere decir que soy... un monstruo.
- ¡De ningún modo!, entiéndame, sus cromosomas son diferentes, más largos de lo normal. Supongo que, sencillamente, tiene usted sus genes ordenados de manera distinta al resto de... -le costó bastante trabajo buscar la palabra- los humanos. En cualquier caso, es usted una persona absolutamente sana. En principio, no debe temer nada por su salud. Supongo que debe usted tener los mismos genes que cualquiera, sólo que, por una razón que ni siquiera nos planteamos poder conocer, los suyos se han ordenado de forma absolutamente distinta. Sencillamente, no sabemos nada sobre su caso. Es el primero que conocemos. No se sabe de nada, ni siquiera remotamente, semejante.
- Pero, supongo que esto quiere decir que... -Silvina había ido analizando la información, hubiera deseado en ese momento tener menos conocimiento del que poseía, porque de ese modo, la realidad no hubiera acudido a su mente de forma tan brutalmente cruel- ...¡jamás podré tener hijos!
- Bueno, supongo que efectivamente así es -el doctor no se había parado hasta entonces a pensar en esta consecuencia. Para tener un hijo viable, sus cromosomas deberían poder alinearse con los de su pareja. La posibilidad de que sean compatibles es muy remota, dada la enorme diferencia. No creo que pueda encontrar una pareja compatible... ¡él debería tener 18 pares de cromosomas!
Silvina abandonó la consulta, cabizbaja y pensativa. De repente, le vino a la mente la idea de que, de alguna forma, ella lo había sabido siempre. Había sabido que tenía que haber alguna trampa. Su padre le había contado, en cuanto tuvo la madurez suficiente para entenderla, toda su historia. Pensó en que, de alguna forma, había una cierta justicia cósmica en todo ello. La historia de los Borges había recibido una prórroga, un tiempo extra de vida, pero había sido por una única generación más. Improrrogable. El linaje desaparecería con ella, como debió desaparecer con sus padres hacía dos años, en aquel infortunado accidente...
Era un monstruo. Un individuo único en su especie, que había aparecido en el umbral sin tarjeta de presentación. Pensó en aquellas palabras de Carl Sagan, en
"Sombras de antepasados olvidados", que había leído a los dieciséis años y, por razones obvias, habían quedado grabadas en su mente:
"Las personas somos como bebés recién nacidos abandonados en un portal, sin ninguna nota que explique quiénes son, de dónde vienen, qué carga hereditaria de atributos y defectos pueden llevar, o cuáles podrían ser sus antecesores. Desearíamos ver las fichas de estos huérfanos".Pensó en su madre biológica. ¿Quién había sido? ¿Qué ser humano habría podido dar lugar a una mutación tan desgarradora? ¿Y cómo había podido engendrar un bebé viable, ella misma? Esta vez, llegaron a su mente, por alguna razón inconsciente e insondable, las viejas palabras de Homero, en el
Canto XI de la
Odisea:
"Así habló, y yo quise abrazar el fantasma de mi madre muerta. Tres veces intenté retener su imagen y tres veces escapó entre mis manos, como una sombra, como un sueño".Era una sombra. Era un sueño. Su historia era una elipse ilimitada, pero finita. Sin duda, no había solución a su extraordinario problema. ¿O quizás sí?...
III
Cambridge, Massachusetts, 5 de mayo de 2025- Buenas noticias, Adolfo, he conseguido estabilizarlo. Creo que voy por el buen camino.
- Estupendo. A mí también me están saliendo los experimentos. Ayer conseguí enviar una goma de borrar hacia adelante... 25 segundos.
Silvina había conocido a Adolfo Bioy en Harvard, donde ambos se encontraban haciendo el doctorado, gracias a sendas becas. Enseguida, ambos habían congeniado, se podría decir que inevitablemente, gracias a la sutil coincidencia de sus nombres y apellidos. No es de extrañar que ambos fueran fanáticos de la literatura argentina.
La mente de Adolfo era superior a las del resto de los mortales. Silvina se maravillaba de cómo podía entenderse entre aquella maraña de integrales y corchetes, pero Adolfo se encontraba en su salsa. Se había propuesto, desde niño, entender la Teoría de la Gravitación Cuántica, por el simple hecho de que decían que sólo tres personas en el mundo podían hacerlo. Había leído a Asimov, y le habían seducido aquellos viejos tomos de H.G. Wells que encontró en un rincón de la biblioteca de sus tíos. Ahora era físico teórico, y se encontraba en el mejor lugar del mundo para serlo. Sin duda, había tenido sus diferencias con los profesores, casi desde el mismo día en que llegó a Harvard. Su extraña afición por las aplicaciones prácticas de la Física era absolutamente incomprendida en aquel mundo de pizarras y papeles llenos de letras griegas. Pero, secretamente, en un cuarto olvidado de la Facultad, llevaba a cabo un proyecto que debía hacerle famoso. "Todo es cuestión de controlar el flujo de antimateria", se repetía continuamente. "Algún día lo lograré".
Silvina, por su parte, había decidido embarcarse en su propio proyecto, desde aquel lejano día en que salió cabizbaja de una consulta de genética en Madrid. El viaje había sido, sin duda, largo, pero ya estaba llegando a su término. Al fin y al cabo, las técnicas esenciales se conocían desde hacía 25 años. Sólo era cuestión de completar los detalles. Y además, desde aquel día en la clase de prácticas de biología, había comenzado una larga historia de experimentos realizados con su propio cuerpo.
Aquel mismo día, había conseguido extraer el material genético, los 18 cromosomas, de uno de sus propios óvulos, y había insertado la dotación completa, 36 cromosomas, de una de sus células epiteliales. Había sumergido la diminuta célula en una solución nutritiva y se había estabilizado. Incluso había comenzado a dividirse. Sí, por fin, tras infinitas noches de vigilia y ansiedad, había conseguido burlar al destino. En su laboratorio, por ahora esperando en un cajón del frigorífico, dentro de un tubo de ensayo de aspecto indiferente, tenía un clon de sí misma.
IV
Cambridge, Massachusetts, 2 de febrero de 2026Silvina respiraba con dificultad, sentada en aquella mesa y vestida con un pijama azul celeste, abierto por debajo. Rodeada de enfermeras, médicos y policías, controlaba el ritmo de las contracciones, y trataba de empujar. Estaba segura de que era el día más importante de su vida. Adolfo lo tendría todo preparado. Nada importaba que los federales, con órdenes estrictas de la Comisión de Bioética del Congreso, se llevaran a su hija en cuanto naciera. Esos estúpidos conservadores no habían entendido su problema. La prohibición de clonar seres humanos no podía tener ninguna excepción. Daba igual que ninguna técnica de reproducción asistida fuera viable con su caso. Con su dotación cromosómica anómala, ella sabía -todos sabían- que la clonación era su única esperanza para tener hijos.
Sin embargo, tras arduas y prolongadas discusiones en el congreso, algún viejo carcamal sureño había conseguido convencer al resto de la Cámara de que los principios filosóficos de la ética humana eran más importantes que un pequeño abuso de la ley regulatoria de la pena de muerte. Un desconocido juez, que no había tenido la valentía de mirar a Silvina a los ojos, había firmado la sentencia. Como era demasiado tarde para un aborto, el bebé sería eliminado inmediatamente tras el parto. No había excepciones.
Pero Silvina estaba tranquila. Confiaba en Adolfo. Sabía que tenía muy buenos amigos entre el personal del hospital e incluso entre los federales. Sabía, además, que la mayor parte de la opinión pública estaba con ella. Puede que clonar seres humanos sea despreciable, pero más despreciable aún era destruir una vida inocente. La vida de su hija. Quizás su propia vida. Al fin y al cabo, su hija era, en cierto modo, ella misma ¿o no era así?
Aquí venía, era preciosa, como su madre. En realidad, era igual que su madre. Mirándola se reconoció a ella misma, en las fotos que había guardado en su álbum la bondadosa señora Borges. Su madre, que, entusiasmada, le había hecho fotos el mismo día en que apareció en el portal de su casa. Parecía que las estaba viendo. Jamás había pensado que iba a tener la ocasión de contemplar, en vivo y en directo, la imagen de la niña que aparecía en aquellas fotos. ¡Dios!, el parecido era asombroso. Todos aquellos artículos que había leído, de prestigiosos expertos que afirmaban que el ambiente era tan importante como los genes, estaban equivocados. Su hija era su viva imagen. Era ella misma.
No pudo evitar romper en lágrimas cuando las manos de un agente federal se la arrebataron de los brazos del médico. Ni siquiera dejaron que Silvina la tocara. Los muy hijos de puta. Iban a matarla. Era absolutamente inocente, ¡por el amor de dios, era un bebé recién nacido!, pero habían resuelto matarla. Menos mal que Adolfo tendría algo preparado. Se lo había jurado. Sin embargo, no pudo evitar las lágrimas.
El policía sacó a la recién nacida de la sala, y se la llevó abajo, hasta el garaje de las ambulancias. Se subió con ella en la cabina de una ambulancia. Allí estaban esperando dos personas. El conductor, y Adolfo.
- Hola, Mark, ¡dios mío, es preciosa! Muchas gracias por lo que has hecho. Jamás podré agradecértelo lo suficiente. Sé que perderás tu empleo por esto.
- No me des las gracias. Me estaba ya cansando de ser un federal. Y jamás me hubiera perdonado a mí mismo si hubiera llevado a esta niña hasta el patíbulo. Tengo mi propia ética. No me la va a imponer ningún político decrépito. Toma, llévate a tu hija.
Su hija. Qué ironía. Adolfo sabía que no tenía nada que ver con la niña que tenía entre sus brazos. Sin embargo, la sentía como suya, en el mismo sentido en que sentía como suya a Silvina.
El motor de la ambulancia rugió mientras se encaminaba hacia la zona universitaria. Adolfo había pensado ir a su casa, coger su coche y huir lejos con la niña. Lo primero era perderse de vista y tener tranquilidad para pensar. Más adelante ya decidiría qué hacer. Pero cuando estaban llegando a la casa, vio un montón de coches de policía en la puerta.
- ¡Demonios! Ya se han dado cuenta de la fuga. Imposible llegar a la casa. ¡Rápido! ¡Vamos a la facultad de Física!
Adolfo había urdido en su mente un plan alternativo, que ahora se había transformado en inevitable. No había pensado en que sería necesario llevarlo a cabo, la posibilidad de que tuviera que recurrir a medidas drásticas era remota. Sin embargo, las cosas habían transcurrido demasiado rápido, y ahora no veía otra opción. Mientras la ambulancia se encaminaba hacia la Facultad, una veintena de coches de policía comenzaron a perseguirla. El ruido de las sirenas era ensordecedor. Afortunadamente, Adolfo ya tenía claro lo que tenía que hacer.
Llegaron al viejo edificio de Físicas. Adolfo apretó contra su pecho a la hija de Silvina, envuelta en una maraña de trapos rosados. Mientras avanzó, a grandes zancadas, hasta la entrada del edificio, oyó los frenazos de los coches que le perseguían, y los golpes de las puertas que se cerraban. Creyó escuchar alguna voz que le gritaba: "¡Quieto!". Sus piernas lo llevaron, de forma autónoma, hasta el hall de la Facultad. Después, bajó corriendo unas escaleras y se encaminó hacia la parte menos conocida del edificio. Escuchaba el atronador ruido de muchas botas que le seguían.
Entró en un pequeño cuarto y cerró con llave la puerta deteriorada por el paso de los años. Sin dejar de apretar a la niña entre sus brazos, encendió la luz. Allí, encima de la mesa, estaba esperándole el artificio que constituía la parte principal de su plan alternativo. Le había costado muchos años. Pero ahora estaba seguro de que funcionaría correctamente. Había llevado a cabo cientos de ensayos, primero con gomas de borrar, después con insectos y una vez había metido un gato. Siempre había ido bien, lo mismo hacia adelante que hacia atrás en el tiempo. El gato, apareció tres días más tarde, y el reloj que había puesto en su collar marcaba la misma hora que tenía cuando había apretado el botón. Allí estaba, delante de sus ojos, su gran invento, que un día habría de hacerle famoso, su máquina del tiempo.
Adolfo pensó rápidamente, mientras los puños de los policías golpeaban la puerta del cuarto. Era una tontería enviarla hacia al futuro. La estarían esperando. Los federales entrarían en unos minutos en el cuarto, quizás al principio estarían incrédulos, pero de ninguna forma eran tontos. Verían el destino marcado en la pantalla del ordenador y en el fichero de registro. Sabrían en qué momento y lugar aparecería la niña y la estarían esperando. La única alternativa era enviarla al pasado. Adolfo sabía muy bien dónde y cuándo tenía que enviar a la niña, para que tuviera oportunidad de sobrevivir. Rápidamente, colocó el paquete de trapos rosados en el aparato, tecleó febrilmente en el ordenador unas coordenadas de tiempo y de espacio y apretó el botón.
La puerta se abrió de una patada. Demasiado tarde. La máquina ya ha funcionado. La niña está a salvo.
V
Granada, 1 de junio de 2000Se escucha un casi imperceptible lloriqueo que procede de un atadijo de trapos rosados, situado en pleno centro del umbral de la casa de los Borges. La señora Borges abre la puerta.